PIBs, finanzas y lo público en la economía.

Recientemente la diputación de Bizkaia anunciaba una interesante colaboración con la London Collegue y su directora Mariana Mazzucato. Sin duda es una economista que ha cobrado una relevancia creciente en los últimos tiempos, y a la que llevo siguiendo desde su publicación de “El estado emprendedor”. Aunque la profusión de su trabajo sea extensa, de su revisión extraigo tres interpretaciones a las que me gustaría sacar un poco de punta.

Primera: La forma en la que una sociedad mide la actividad económica determina lo que resulta importante para la misma, y lo que no. A modo de ejemplo, entre los indicadores más utilizados está el del producto interior bruto (PIB), cuando está constatado que es un índice que incluye actividades que apenas aportan valor real a las personas, ni mide adecuadamente otras que sí lo hacen. Dicho sea de paso, a menudo olvidando que son estas últimas las que el fin último de la economía, léase satisfacer las necesidades de población.

Segunda: El sistema financiero, cuyos orígenes se orientan a un rol como un mecanismo de colocación de ahorro y excedentes en inversiones productivas, ha devenido en un sistema que se alimenta de sí mismo donde el dinero se mueve, recrea, desaparece y multiplica con lógicas más parecidas a casinos de apuestas, y sobre limitándose de forma perjudicial al rol para el que inicialmente fue concebido.

Tercero: El papel del sector público en la economía no está suficientemente reconocido, siendo referente en las principales innovaciones que han devenido en el desarrollo de las sociedades y su capacidad de sustentar diversos sectores.

En referencia a la necesidad de cambiar los medidores con los que valoramos el desarrollo económico, coincido con la idea de que el PIB no mide del todo bien lo que pretende medir, aunque no deberíamos olvidar que a lo que ese índice se limita es a calcular la actividad económica de un entorno geográfico determinado, punto. El PIB nunca ha pretendido medir nada relacionado con el bienestar social, la desigualdad o riqueza. Es por ello que parece del todo razonable ir dando menos relevancia a ese indicador, y comenzar a hablar más sobre otros como el de Índice de Gini (mide la desigualdad en los ingresos), medianas de renta per cápita (y no medias), medidas de riqueza inclusiva, función de bienestar social intertemporal, tasa de crecimiento sostenible, o los propios índices de felicidad. Estos últimos, indicadores que, a mi juicio, están más orientados a lo que verdaderamente debe aspirar el desarrollo económico.

En lo que respecta al mercado financiero, no le veo mucha discusión a lo fundamental de sus tres funciones originarias (Proporcionar financiación, facilitar el préstamo entre agentes para obtener un rendimiento financiero, y asegurar a empresas / particulares ante riesgos o fluctuaciones de precios.) Coincido totalmente en que el problema se origina con una bajada / falta de regulación que posibilitó (cuando no decir que auspició) crear ese “mundo de ficción” centrado en la especulación, pero que mueve ingentes cantidades de dinero real. Al prestar atención a la ausencia de medidas regulatorias de calado implantadas desde la crisis del 2008, y a la progresiva concentración de los actores en el ámbito financiero, no resulta descabellado pensar que el futuro no esté libre de batacazos de similar calado.

En lo que respecta a la importancia del estado / lo público en el desarrollo innovador, la tesis de la economista se centraba en demostrar la relevancia del sector público en la economía no solo para subsanar los fallos de mercado, sino como “el actor fundamental” que debe liderar y marcar el camino en la generación de negocios, desarrollo e innovación. Para ello describía el decisivo papel de los fondos públicos en proyectos tan emblemáticos como el desarrollo de la red que daría lugar a lo que hoy es internet, el Iphone, buscadores como google, etc.

Como era de esperar, la comunidad académica de orientación liberal ortodoxa no dudó en lanzarse al cuello de tamaña aseveración con argumentos que tratan de refutar su tesis. En ese sentido, aludían a que es empíricamente falso que en ausencia de inversión estatal la sociedad sea incapaz de innovar a ritmos tan rápidos como los actuales, y que el estado a duras penas acelera el ritmo del proceso innovador. Que la inversión pública en I+D+I supone un coste de oportunidad al tener que sufragar proyectos de resultado incierto y centrado en unas áreas determinadas y no en otras, y que un flujo continuado de financiación pública genera incentivos perversos en los agentes que orientan sus miras a la búsqueda no sincera de fondos públicos.

¿Sería capaz la sociedad de innovar y generar crecimiento económico en ausencia del apoyo público? Es posible. Tengo la impresión de que la economista italiana, al igual que gran parte de las expectativas de la ciudadanía con respecto a lo público, quizás atribuya un peso excesivo a la administración en la dinamización económica. En esencia, comparto la necesidad de que la administración tenga un papel proactivo y facilitador para intentar generar ese efecto multiplicador que todo gasto público persigue. Aunque personalmente, y al menos tal y como funciona la economía en estos momentos, creo que más allá de algunos ejemplos concretos, los datos y evidencias están lejos de acompañar la tesis de que estado sea el principal motor de innovación de un país. A este respecto, el conjunto de ejemplos que selecciona la autora para sostener su tesis pueden ser rebatidos con otros, mucho más sustanciales en número, donde los estados nada han tenido nada que ver. De todas formas, seguiremos aprendiendo.

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