Decisiones engañosas e historias bonitas.

Entender cómo las personas toman decisiones y se enfrentan a la incertidumbre no solo es objeto de estudio en el ámbito psicológico y neurológico, también en el económico. Tanto es así, que los premios nobel de economía de 2002 (Daniel Kahneman) y de 2017 (Richard Tahler) corresponden a aportaciones desarrolladas en este ámbito, impulsando junto con muchos otros profesionales un área de conocimiento y estudio denominada como economía del comportamiento.

En verdad, de los descubrimientos de estos ý otros profesionales se pueden extraer aspectos como que nuestro cerebro nos engaña, que aunque creamos lo contrario somos fácilmente influenciables y sistemáticamente irracionales, y que nuestra capacidad de contarnos historias a nosotros mismos y hacer películas coherentes en la cabeza no tiene parangón.

Kahneman, en su famoso trabajo de “pensar rápido, pensar despacio”, nos enseñó que tenemos dos lógicas a la hora de tomar decisiones . La primera es impulsiva e intuitiva, genera impresiones e inclinaciones, opera rápida / automáticamente con poco o ningún esfuerzo y sin control voluntario. Esa forma de pensamiento nos hace saltar a conclusiones partiendo de una evidencia escasa. Es la llamada decisión intuitiva, que infiere o inventa causas e intenciones ignorando la debilidad y eliminando la duda. Pensar despacio representa la segunda lógica de toma de decisiónes, que opera mediante de razonamiento en clave más prudente, y pausada / sopesada.

Aunque lo ideal sería poder discernir las dos lógicas pensamiento, lo más común suele ser que la primera rápidamente toma una decisión determinada, y que utilizamos la segunda para incorporar argumentos a la primera.

En verdad, al profundizar un poco en los resultados de investigaciones en este campo lo cierto es que da un poco de miedo. Al parecer, somos proclives a exagerar la consistencia y la coherencia de lo que vemos y recordamos en la medida en que, al parecer, nuestro cerebro va por delante de los hechos construyendo una imagen nítida basada en muy pocas evidencias.

Según Paul Slovic, que ha estudiado la asunción de riesgos de las decisiones, tomamos las decisiones guiados por la emoción más que por la razón, fundamentándolas en detalles triviales e inadecuadamente sensibles a probabilidades bajas o insignificantes estadísticamente. Y al parecer, nuestra mente se haya fuertemente predispuesta a las explicaciones causales, llevándose fatal con las probabilidades estadísticas que pueden objetivar nuestras decisiones.

A la hora de recordar el pasado, el financiero y estadista Nassim Taleb, en su famoso libro “el cisne negro” detalla cómo historias dudosas del pasado conforman nuestras opiniones sobre el mundo y lo que esperamos del futuro, y que nos engañamos construyendo explicaciones endebles del pasado que terminamos creyendo como verdaderas.

A nivel empresarial, nuestra necesidad de certidumbre hace que busquemos a toda costa respuestas simples. Porque seamos sinceros: Las historias de éxito y fracaso de empresas son un ejercicio continuo de subestimar el azar y la suerte y de ver a las empresas y personajes como fracasados o héroes. Según Kahneman, cuando se habla de héroes empresariales o de la historia, argumenta que las personas influyen en el rendimiento, pero mucho menos de lo que las historias nos hacen creer. Quizás no esté de más reconocer que nuestro problema es que necesitamos mensajes claros de lo que genera el éxito y el fracaso, y aunque nos cuenten una milonga, nos quedamos agusto siempre que tengan sentido.

En este sentido, Philip Rosenzweig, profesor de la escuela de negocios en Suiza concluye que las historias de éxito y fracaso empresarial exageran sistemáticamente las repercusiones del estilo de dirección y de las prácticas de gestión en las decisiones empresariales.

Muchos mensajes de gestión empresarial llevan implícita la falacia de que las buenas prácticas se pueden identificar, y que estas generan buenos resultados obviando elementos culturales y contextuales que hacen muchas de estas prácticas irreproducibles en otros contextos. Para más inri aderezamos y edulcorasmos las historias, y las empresas que fracasan suelen ser caricaturizadas poniendo en comparación con las exitosas como negro y blanco. Hay que reconocer que nuestra tendencia al simplismo tiene tela.

En el día a día, insisto en tratar de adaptar los conceptos a realidades particulares cada vez que me preguntan que describa un caso de empresa que ha salido bien, y en no vender cuentos de hadas de empresas exitosas. ¿Y sabéis lo que ocurre?, que finalmente uno termina hablando de casos de éxito. En el fondo queremos concreción, nombres, apellidos y circunstancias concretas. Me pregunto si lo que está detrás de todo esto no sea la desesperada necesidad de escuchar un mensaje simple de triunfo y fracaso que identifique causas claras e ignore el papel determinante de la suerte, el azar o el de un contexto particular nunca más repetible.

A la hora de valorar decisiones pasadas, nuestro sesgo hace casi imposible evaluar una decisión conforme a las creencias que eran razonables cuando se tomó la decisión, por eso culpabilizamos a quienes tomaron decisiones que obtuvieron malos resultados y no reconocemos las que salieron bien, porque a toro pasado parecen obvias.

Estamos demasiado dispuestos a rechazar la creencia de que mucho de lo que vemos es azar. Al final, reconocer que tenemos los pies de barro no es plato de buen gusto para nadie. Por ello, lo primero es conocer como funcionamos, y luego actuar para paliar nuestras taras, que es lo que los autores proponen cambiar incorporando técnicas que trascienden a éste artículo.

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