Percepciones, evidencias y rigor.
Hace un par de años el brillante científico cognitivo de la universidad de Harvard, Steven Pinker, publicaba un revelador trabajo que alerta de la necesidad de contrastar nuestras percepciones y opiniones con datos y hechos que puedan ser comparables a lo largo del tiempo. Su ejercicio consistía en poner en perspectiva la situación del planeta con respecto a aspectos elementales como son la vida, la salud, la sostenibilidad económica, prosperidad, libertad, conocimiento o felicidad, etc. A continuación, destaco algunos datos: Hace 200 años el 90% de la población mundial subsistía en extrema pobreza, hace 30 años ese porcentaje era del 37% y a día de hoy se estima que es en torno al 10% el que subsiste en esa dramática situación. Mientras que en la mayor parte de la historia de la humanidad la esperanza de vida ha estado en torno a los 30 años, en estos momentos la media global está en torno a los 70, y en más de 80 en algunos países. Hace 250 años un tercio de los/as niños que nacían en los países más ricos no superaban su quinto cumpleaños. En la actualidad, en los países más pobres ese porcentaje está en torno al 6%. Sigo. En cien años se ha reducido en un 96% las posibilidades de morir en un accidente de coche, en un 99% el de morir en un accidente de avión, en un 95% en el trabajo. Antes del siglo XVII, menos del 15% de los europeos sabía leer o escribir, a día de hoy más del 90% de la población mundial de menos de 25 años puede hacerlo. Si comparamos datos como nº de horas trabajadas, acceso a educación, etc. Los datos siguen en una misma tónica.
Por buscar similitudes a la pandemia actual, la peste que asoló al imperio bizantino bajo el mandato del emperador Justiniano se cobró la vida de 4 millones de personas. La peste negra del siglo XIV, cuya causa se descubrió cinco siglos más tarde hizo que, dependiendo de las estimaciones, la población europea pasara de 80 a 30 millones de personas. Se estima que la viruela del siglo XVIII tenía unas tasas de mortalidad de hasta un 30%, y la gripe que asoló en tiempos de la primera guerra mundial llegó a tasas de mortalidad de entre el 10 y 20%, llegando a morir entre el 20 y 50 millones de personas.
No se trata de plantear una imagen idílica del mundo, pero sí de analizar cuanto de fundamentadas están nuestras opiniones y creencias. Como decía el gran Hans Rosling, para pensar en el futuro hay que conocer debidamente el presente y el pasado, es por ello que como afirmaba el experto, “necesitamos mayor sistemática a la hora de identificar la devastadora ignorancia que nos asola”. Si al desconocimiento le sumamos las ideas preconcebidas y la ideología, ya tenemos al triunvirato infame.
En vez de atender a datos y hechos rigurosos y poder verlos en perspectiva, nuestra atención y los medios tienden a centrarse únicamente en los puntos negativos, con reacciones que van desde una visión catastrofista y victimista de nuestro papel en el mundo, a la denominada como fatiga compasiva. ¿Por qué ocurre esto? El propio Rosling apuntaba a tres razones: 1. Sesgo personal: Las personas nacemos en un contexto y círculo relacional reducido que no es representativo no solo de lo que ocurre en el planeta tierra, sino en nuestra propia comunidad, dando lugar a un sesgo importante sobre cómo funcionan las cosas 2. Falta de datos objetivos o información desfasada que soportan nuestras opiniones, unida a una tendencia natural para confundir conceptos como causalidad, correlación y probabilidad entre unos hechos con otros. 3. Nuestro limitado acceso a fuentes de información rigurosas, o únicamente a aquellas con fuerte sesgo ideológico.
A ello hay que añadir, y coincido con Antonio Escohotado cuando recientemente decía que “Los medios tienen la condenada manía de exaltar lo catastrófico, lo exagerado, y el pánico.” Algo por otra parte lógico cuando su sostenibilidad depende de captar la atención, y lo que las audiencias demandan es el máximo impacto en el menor tiempo posible.
Una sociedad formada y madura no puede valorar si vamos a mejor o peor en función de las percepciones o temperamento de cada persona, de ver la botella medio vacía o medio llena. De ahí la acuciante necesidad de formación científica que permita adaptar la forma de comprender y tomar decisiones en función de datos y hechos ponderados. Sin una conciencia social de lo que es riguroso y lo que no, la capacidad crítica desaparece, y gana quien más ruido saca. Ser crítico no es manejar opiniones encontradas, sino ser capaz de analizar la calidad de las bases y fundamentos en los que éstas descansan. Lo demás, y como afirmaba recientemente Mario García de Castro: “Ya no cabe la distinción entre verdad y mentira porque todo acaba siendo opinable. El resultado no es solo la banalización de la realidad sino el regreso de la propaganda frente a la información de los hechos. La intoxicación de la realidad como norma.” Desgraciadamente, de eso ya vamos sobrados.”