Desigualdad y socialismo participativo.
La pasada semana describía el extenso análisis del famoso economista francés Thomas Piketty sobre la desigualdad, donde argumentaba que, a nivel internacional, las diferencias entre las personas en cuanto a renta y patrimonio se habían reducido sustancialmente desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. Sin embargo, habían vuelto a experimentar un incremento consistente en las últimas tres décadas.
Resumiría la tesis derivada de su investigación en tres preceptos. La primera es que las causas de la desigualdad a lo largo de la historia no serían por razones económicas ni tecnológicas, sino por variables ideológicas y políticas. La segunda, que el capitalismo es un gran sistema en términos de su capacidad para crear riqueza, pero en ningún caso corrige por sí mismo los aumentos en la desigualdad que se producen derivadas de ella, y que sin mecanismos redistributivos, tanto la riqueza como la pobreza terminan siendo crónicas. Tercero, que la tesis meritocrática muy en boga en ciertos círculos que apunta a que la desigualdad moderna es justa, y que no es más que la consecuencia de un proceso libremente elegido en el que todos/as tenemos las mismas posibilidades, no se sostiene, al menos, desde una perspectiva global.
Establecido el diagnóstico, Piketty circunscribe las propuestas específicas para reducir la desigualdad a iniciativas en tres ámbitos: Propiedad, herencia y renta. Insiste en que sus planteamientos, intuyo que por lo agresivos que son en cuanto a cuantías y porcentajes, hay que considerarlos desde un punto de vista orientativo. Menciono algunos:
Comenzando por la propiedad, propone instituir el concepto de una propiedad social sobre el capital mediante una mejor distribución del poder en las empresas. Piketty propone distribuir el 50% de los derechos de voto a los trabajadores en las empresas privadas. Puntualiza que no sería de interés general eliminar todo vínculo entre las aportaciones de capital y el poder económico, reconociendo que, si alguien invierte sus ahorros en un proyecto, es razonable que disponga de más votos que un empleado recién contratado, pero tampoco cierra el asunto de forma muy clara.
Por otra sugiere establecer un impuesto altamente progresivo sobre los grandes patrimonios que permita una dotación universal de capital y circulación permanente de la riqueza. A este respecto, en materia de sucesiones, las propuestas de gravámenes las plantea entre el 60 y el 70 por ciento si se sobrepasa más de 10 veces el patrimonio o la renta media, y entre el 80 y 90 por ciento cuando sobrepasen más de 100 veces la media. A este respecto, alude a que los impuestos sobre las sucesiones y la renta deben seguir desempeñando el papel que tuvieron en el siglo XX, donde en ciertos momentos en USA y Reino Unido llegaron a porcentajes del 70/90 por ciento (sin contar deducciones) en la parte más alta de la distribución de la renta. Incidiendo en aquel momento, detalla en qué medida durante el siglo XX, en los países anglosajones el impuesto sobre la renta fue comparable al de sucesiones, que históricamente estaba destinado a las rentas más altas del capital, pero que contribuyó directamente a evitar la perpetuación de las grandes fortunas.
La segunda de las iniciativas consistiría en la necesidad de generalizar la noción de reforma agraria transformándola en un proceso permanente que se aplique a la totalidad del capital privado. A este respecto, consistiría en establecer un sistema de dotación de capital asignada a cada joven (por ejemplo, a los 25 años de edad) financiada a cargo del impuesto progresivo sobre la propiedad privada previamente mencionado. Este sistema permitiría difundir la propiedad en la base y limitar su concentración en la cúspide.
A la hora de financiar el asunto, estima que los impuestos de propiedad y herencia aportarían ingresos equivalentes al 5 por ciento de la renta nacional, y que se podrían utilizar en su totalidad para financiar la dotación de capital. El de la renta (incluyendo cotizaciones sociales y otro impuesto sobre emisiones de carbono), aportaría en torno a 45 por ciento de la financiación, permitiendo costear el resto del gasto público (entre los cuales incluye una renta básica universal y el estado social en materia de sanidad, educación, etc.)
A sabiendas de que varias de las iniciativas que presenta apenas tienen recorrido en un mundo globalizado si no se realizan desde un ámbito supranacional, propone una agenda específica (todo hay que decirlo, mucho menos trabajada que su investigación inicial), para tratar de hacer viables estas políticas.
En suma, las 3 claves del socialismo participativo propuesto por el economista francés consisten en un sistema de circulación de la propiedad, un reparto igualitario de derechos de voto entre los representantes de los trabajadores y los accionistas en las empresas, y una fiscalidad altamente progresiva.
La discusión de las propuestas sería la parte interesante, pero es algo que trasciende a este espacio. Por lo menos, resultan propuestas que, sin necesidad de cogerlas al pie de la letra, al menos deberían hacernos pensar. Desde luego, Piketty no es ningún cantamañanas, y su trabajo bien merece un estudio detenido.