Culturas marchitas, culturas secas.

Recientemente comentaba que la supervivencia de cualquier organización depende, en gran medida, de los mecanismos que instaure en su seno para regenerar su actividad a lo largo del tiempo.

Desgraciadamente, el panorama que existe en algunas no es precisamente muy tendente a que esto ocurra. Personas sin ilusión, escaqueo, orientación a hacer lo mínimo, aversión a todo lo que implique cambio o a la asunción de responsabilidades, ausencia de propuestas de alternativas… ¿Cómo dar la vuelta a un contexto cultural de ese tipo?

La innovación, entendida como la renovación necesaria para perdurar en el tiempo, requiere variables como la agilidad, la necesidad de replantear el statu quo y un permanente estado de inquietud, alerta y curiosidad que nos permita identificar oportunidades y traducirlas en soluciones. Sin embargo, el conjunto de presunciones básicas, simbología y creencias compartidas (cultura) en muchas empresas están lejos de esas coordenadas. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cómo abordarlo? Me vienen dos claves al pensamiento: La primera, una frase atribuida a Arthur W. Jones, en la que decía que todas las organizaciones están perfectamente alineadas para conseguir los resultados que consiguen. Lo siento, pero “de estos polvos, estos lodos”. La segunda, que cambiar de cultura implica cambiar los supuestos a través de los cuales se actúa en la práctica del día a día de una organización.

Dicho de otra forma, la cultura existente en un grupo de personas es el resultante de lo que se ha fomentado a lo largo del tiempo a través de los comportamientos, forma de organización y estilo de toma de decisiones y/o, esquemas de incentivos / reconocimiento y tipos de conversación que pululan en el colectivo. Decía Peter Senge que es imposible cambiar una organización sin modificar sus supuestos culturales. ¿Cuánto cuesta adquirir un nuevo hábito o modificar uno existente? En esta línea, la transición a organizaciones innovadoras implica en primer lugar la realización de cambios en los sistemas de gestión, pero también la necesidad de un cambio cultural de carácter más amplio de lo que debe o no debe ser trabajar y formar parte de una empresa.

Desde un punto de vista individual, es difícil desarrollar capacidades de renovación sin organizaciones que propicien espacios y dinámicas de libertad, capacidad de elección, y experimentación.

Entre otras cuestiones, esto recalca la relevancia del papel del liderazgo que deje de lado el rol de administración y control. Decir a las personas el qué y cómo tienen que hacer y actuar nunca las inspirará para alcanzar sus más elevadas cotas de trabajo en torno a sus pasiones, competencias y habilidades. Al fin y al cabo, son algo voluntario. Por tanto, el liderazgo puede ser una de las bisagras clave a la hora de caminar hacia una cultura innovadora, y por ende a una gestión de la innovación con un reflejo real en el día a día.

En cuanto a otras recomendaciones a la hora de gestionar cambios, tres pautas a tener en cuenta: Primera. Es conveniente contar con que el cambio va contra una inercia de funcionamiento de muchos años que siempre es difícil revertir. Por ello, es fundamental dedicar el tiempo suficiente a generar un sentido compartido del porqué del cambio, antes que centrarse en lo que hay que cambiar. Hacer una permanente referencia al propósito, generar un sentido colectivo del por qué y constituir un grupo de personas con relevancia formal e informal que lo impulse es una de las lecciones aprendidas extraída de tantos y tantos fracasos de cambio.

Segunda. Casi siempre los recursos dedicados a hacer efectivo los cambios son limitados. Por ello, dar un enfoque pragmático desde el inicio alineando sistemas e incentivos, generar resultados positivos al comienzo del proceso y ser consciente de que, es mucho más inteligente intentar que la cultura de la organización evolucione antes que pretender cambiarla de un plumazo es otra de las claves.

Tercera. Es fundamental gestionar la oposición de quienes, muchas veces de forma legítima y comprensiva, ven el cambio como una amenaza. A menudo no entendemos que quienes deciden impulsar una iniciativa de cambio suelen tener el tiempo suficiente para reflexionar lo que ello puede implicar para sí mismos, pero se olvidan de que el resto no ha dispuesto de ese tiempo. No pocas veces, el impacto en su día a día es mayor que para quienes promulgan el nuevo enfoque, camino o forma de hacer.

Toda modificación de rutinas y comportamientos genera consecuencias positivas y negativas, no hacer referencia o explicitar estas últimas suele generar un caldo de cultivo perfecto para un fracaso a medio plazo.

Las personas, aun pudiendo entender que todo cambio está concebido desde la perspectiva sincera de obtener un rendimiento superior, automáticamente generan razonamientos defensivos al respecto, de ahí la necesidad de incidir en el por qué y orientar el cambio a solventar problemáticas concretas.

Usar el miedo o la amenaza como motivador es posible que obtenga resultados a corto plazo, pero rara vez despertará la implicación y el compromiso necesario para generar resultados diferenciales. Modificar los supuestos culturales para que el aprendizaje personal y organizacional continuado sea parte de las actitudes y comportamientos de las personas es costoso, pero se antoja como la vía principal que redunde en organizaciones de alto rendimiento. Mejor pronto que tarde.

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